miércoles, 15 de diciembre de 2010

EL AUGURIO

Soy anciana y vieja, y sabia. Los años me han convertido en lo que veis; me han despojado de belleza y altanería, pero me han regalado el más preciado tesoro: mis recuerdos. Algunos de esos recuerdos hieren el corazón hasta hacer llorar lágrimas de profunda tristeza, y la añoranza de la oportunidad de cambiar la historia crispa los nervios aun sabiendo que el combate por ese cambio hubiera sido tan importante como terrible en sus consecuencias.

Recuerdo con especial dolor, la noche más larga de mi vida. Una noche fría, oscura y triste del invierno que marcó el fin de una era de espadas nobles y pactos de caballeros y dio la bienvenida a la tiranía del que predica piedad y a la traición del que promete amparo. Todo el pueblo reunido en el bosque escuchó a un extranjero hablar de aquellos que llegarían de lejos, del destino y del augurio oscuro de lamentos y pena. Esa noche comprendimos que el miedo nos mantendría vivos, que la malicia que todos deseábamos desterrar de nuestros corazones sería necesaria para respirar, que nuestras almas sufrirían más tormento que nuestros cuerpos.

Esto fue lo que aquel extranjero nos contó:

“El poder que unos pocos individuos poseen es, sin ninguna duda, el elixir de la vida eterna; un afrodisíaco tan potente que aquellos que gozan de su fórmula, convierten su existencia en una continua orgía de corrupción e indiferencia y que les transforma en grasientos estómagos que digieren sin ningún pudor el futuro del mundo.

Esos pocos gigantes de corazones podridos se esconden bajo miles de excusas de la incomprensión de los que, resignados, agachan la cabeza y reinterpretan los mandatos de los poderosos, sonríen con ladina envidia de ese poder y procuran no parecer perros lamiendo las manos maltratadoras de aquellos que nos apalean con gran placer.

Nuestras vidas ya no nos pertenecen. Nuestras ambiciones ya no tienen ningún porvenir. Nuestra sociedad se derrumbará a pesar de las revoluciones que diariamente emprendemos. Nuestro proyecto de supervivencia común, después de tantos siglos, carece de sentido si los Sin Alma siguen alimentándose de nuestros sueños.

Un nuevo orden en el devenir de nuestro mundo; la esclavitud de los hombres libres que sólo serán libres si se someten al inmenso peso de las decisiones baratas y arteras de unos pocos que no viven en el mismo presente que aquellos que respiran su desprecio, porque no serían capaces de sobrevivir a su propia tiranía.

Hipócritas. Nos miran sin vernos desde sus tronos y púlpitos, vociferando falsas buenas intenciones que prometen futuro y descanso de guerras y hambrunas y que les dibujan en sus malolientes bocas, sonrisas que encandilan a ignorantes. Están llenando las mentes de muchos, de ilusorias predicciones. Cuentan que todo será distinto y mejor, pero lo único que hacen es escupir basura, diluyen veneno en miel que dulcemente acabará convirtiéndonos en mano de obra sin ningún valor, engendradores de animales racionales, conversores de vidas en inmorales monedas de dorado poder y engordaremos sus barrigas con nuestra libertad corrompida y nuestro día a día encerrado en un bonito envoltorio, acabará por asfixiarse.

Y cuando ya todo nos deje de doler, cuando ya no puedan hacernos más daño, nos levantaremos, seremos tan fuertes como grande será el odio… y moriremos con el orgullo que ciega la sabiduría y la razón.

El poder, al final, les despedirá a los pies de sus tumbas y sus hijos llorarán por sí mismos mientras contemplan su herencia; la herencia de los Sin Alma: El desastre.”

No peleamos. Ni siquiera salió una palabra de nuestras bocas. Sólo llanto y desesperanza. Fuimos cómplices de la maldad pura y de la resignación cobarde del que siente el látigo en su espalda aun sin verlo. Fuimos nuestros propios verdugos sin alzar el hacha y nunca levantamos la mirada del barro infecto en el que se habían convertido nuestras creencias: un lodazal impuesto y temido hasta defenderlo como cierto.

Y después de años de oscuridad, comenzamos a entender que el desprecio por nuestro destino se había tornado en la aceptación plena del castigo por nacer malditos e indignos. Y dejamos de sentir. Y admitimos que jamás habría lucha.

Ahora maldigo el día que no levanté mi noble espada contra aquellos que trajeron lamentos y terror a mi pueblo y que quemaron en una inhumana hoguera al que enjugaba mis lágrimas por la inocencia asesinada y la libertad violada de cada hermosa vida que pervirtieron: el extranjero sabio que no pudo salvar nuestros corazones.